De lo primero que hago cuando llego a la India es comprarme una bicicleta. Aunque ahora están llegando nuevos modelos, allí todavía las bicis corrientes son unos trastos encantadores, nada de aluminio sino que están hechas a base de hierro y acero. Tienen los frenos de varillas que se estilaban en mi infancia, antes de que llegaran los de cable. Son pesadas y, además, se escacharran con facilidad, lo cual no es un problema en un país donde a cada trecho hay un taller de reparación o simplemente un mecánico sentado en una esquina con unas cuantas herramientas, que te la repara al momento por unas cuantas monedas mientras tú te tomas un chai (té azucarado con leche) en un daba (chiringo) al lado.
El tráfico en la India visto desde fuera parece algo caótico y peligrosísimo, con esa barahúnda abigarrada de vacas, bicis, peatones, camiones, motocarros, coches y motos, todos haciendo el mayor ruido posible. Pero una vez que te integras en ese río, que es un tao, la cosa va sobre (dos) ruedas. Sorprendentemente te sientes seguro. La causa es que toda esa corriente caótica funciona de un modo relativamente lento, sobre todo si lo comparas con el veloz tráfico de nuestras carreteras. Sólo he visto accidentes donde estaban involucradas las malhadadas “Honda Hero”, las cuales, a mi parecer, van demasiado deprisa y no más despacio van a acabar con la tradicional armonía de las vías indias.
Aparte de las motos japonesas, en las calzadas indias también existen como peligros catalogados unos baches terroríficos. No es la típica pequeña grieta en el asfalto erosionado, sino unos socavones brutales que causan espanto y donde puede ir una persona con bicicleta y todo.
A veces, durante los monzones me ha tocado pedalear al anochecer bajo unos goterones gordísimos que no te dejaban ver ni a tres metros, con el agua por las canillas y las ruedas de los camiones levantando cortinas de barro y agua entre fogonazos de faros y bocinazos tremendos. Esquivando la mole oscura de una vaca sagrada, te preguntas entonces dónde diablos estaban esos socavones horribles que ahora serán simas telúricas engullendo a remolinos las aguas del monzón.
Sabes que en el río de agua y vehículos tú, como ciclista, ocupas el penúltimo escalón, por debajo de las vacas y sólo por encima del sencillo peatón. El código no escrito de circulación indio puede resumirse así: el vehículo más grande tiene la razón.
Estás allí calado hasta los tuétanos, con los pedales hundiéndose en el agua, luchando por llegar vivo a los seguros y venerables muros del ashram, entre el resplandor de los rayos y el crujir de los truenos. Si no crees en Dios en esos casos, al menos que existe el trimurti Shiva-Vishnu-Brahma lo das por cierto.
Con largas melenas rojas entrecanas y cubierto tan sólo por un lungui (lienzo anudado a la cintura), Miro es un yogui servo bosnio que conocí a orillas del Ganges. Su historia es ilustrativa a este respecto y concuerda con esas eternas historias de Hollywood donde un John Doe, un ciudadano cualquiera, se ve envuelto en una pesadilla o en un drama.
Llegó a la India como un mero turista, con la intención de ver y disfrutar unos cuantos exotismos y luego gastarse sus últimas rupias en recuerdos y baratijas antes de agarrar el avión de vuelta. Cuando escaló en Suiza, las autoridades le retuvieron el pasaporte. En su país acababa de estallar la guerra, es más, su país ya no existía. Lo mandaron de vuelta a Delhi, donde el antaño ciudadano próspero con negocio propio se vio ahora sin dinero, sin pasaporte, sin país, sin nada. En esas circunstancias no tardó en enfermar de gravedad mortal. Lo ingresaron en un hospital indio de beneficencia, que ya es decir. En poco tiempo había perdido una tercera parte de su peso. Se veía allí solo en un país extraño al borde de la muerte, entre las toses y lamentos de los otros enfermos en la sala de un hospital indio de beneficencia.
Cuando conocí a Miro, habiendo sobrevivido a todo eso, andaba cantando, a orillas del Ganges, las glorias de Shiva. Sólo es ateo quien puede permitírselo.
La historia de Miro no es muy diferente de la de cientos de millones de ciudadanos indios cuya mente se concentra en gran medida en averiguar qué van a comer ese día. No se trata de que llegue allí de vez en vez un jesucristo a multiplicar los panes y los peces o un moisés a separar las aguas. Allí el milagro se espera en forma del arroz de cada día. Amanecer constituye también otro milagro. Cómo no creer en Dios después de tanto portento y maravilla. Es más, de un modo incomprensible para un occidental, creen en un Dios único y en miles de dioses distintos. La tarea divina es mucha, y con uno, dos o tres no basta. Lo que hay allí es una Santa Multiplicidad. El ateísmo en India es algo exquisito reservado a una pequeñísima minoría de intelectuales de Delhi o Bombay. El resto de la población ni se lo cuestiona (ni puede cuestionárselo).
Ateísmo o agnosticismo son virguerías del intelecto que siempre me han resultado propias de un ámbito urbano de industria y comercio (la agricultura y la ganadería siempre han sido teístas, a menos que se tecnifiquen) sueldos fijos, bienestar socialdemócrata, rentas vitalicias y seguros médicos. Este es el abono circunstancial para cientifismos, racionalismos y, sobre todo, los así llamados “escepticismos”.
Mismo en estos lugares y épocas donde parece haberse detenido la rueda de la fortuna, todavía existe la lotería infrecuente de la coincidencia, que es, como decía Nelson Rodríges, donde Dios se manifiesta. Algunos prefieren llamarlo “casualidad”. La casualidad es el último espacio místico que se ha reservado el así llamado “pensamiento científico”. La casualidad (no confundir con su antagónica aristotélica la causalidad) es la anticiencia. Pero, del mismo modo que Dios y el diablo se complementan en su juego de claroscuro, la “ciencia” invoca a la “casualidad” como “lo otro”, lo que estando dentro de lo comprendido, está fuera. En el mundo que nos pinta la ciencia todo está claro, y lo que no está claro, o bien está por clarificar, o bien es “casual”.
Dentro del discurso científico o cientifista no hay nada tan problemático y tan anticientífico como la repetida alusión a lo azararoso, algo que puede ser así o asao, o que puede ser o no ser. Contraviene el sagrado principio lógico de la razón suficiente. No es de extrañar que ensayistas del oficio científico, como el célebre Monod, entre otros, se hayan ocupado del asunto.
Para que todo esto no parezca demasiado abstracto voy a poner un supuesto concreto. Dentro de la así llamada “ciencia”, hay un área donde choca dolorosamente lo objetivo y lo humano: la medicina, también llamada “ciencia médica”.
Es algo que se venía anunciando, si bien con las nuevas técnicas y artefactos el proceso ha llegado al paroxismo. Al menos antes, el médico dedicaba gran parte de su atención a interrogar al paciente sobre los síntomas. Hoy se enfrasca en sus datos y sus máquinas: scanner, ordenador, analíticas... El facultativo, por su afán de ser objetivo, se va acercando al ideal científico de no querer ver al sujeto. La “ciencia médica” quiere llegar al imposible de hacer del sujeto un objeto de estudio. De modo que reduce la persona a un amasijo abstracto de células, cultivos, tejidos, analíticas y gráficos. Casi le molesta que encima, “aquello” objetivo dé hasta los buenos días y tenga su opinión formada sobre lo que le aqueja.
Para poner todavía un ejemplo más concreto: “Doctor, ¿me curaré?” Y entonces el galeno puede hablar de probabilidad y estadística. Es interesante que la estadística, que parece el último baluarte de certeza en la ciencia, es el mismo instrumento con que la así llamada “ciencia” se enfrenta al azar y sus juegos. No sabemos qué ocurrirá en su caso (casual) pero sabemos que en un X por ciento de las veces ocurre esto o aquello, que es como no saber nada. Si la estadística arroja un resultado negativo con los medios probadamente científicos de que se dispone, la dolencia puede ser declarada como absoluta y científicamente incurable. Nótese que no se trata de que “la ciencia médica” no pueda curarlo sino que es “realmente” incurable, y si es curable no es real.
¿Y qué pasa con la medicina tradicional de otros lugares, como India o China? Pues se afirma que son meras supercherías. ¿Por qué? Porque somos la raza superior, somos los que más pasta tenemos, lo cual nos acredita y además no son probadamente científicas. Dado que las pruebas científicas a este respecto las financian los grandes consorcios farmacéuticos, no es previsible que el status científico de aquellas medicinas cambie en un futuro próximo. Tal vez se considere que no viene mucho al caso pero la Seguridad Social, tal como está hoy en día, libre de “supercherías”, es un negocio fabuloso para las multinacionales del fármaco, y además da votos (ambos pasta y votos otorgados dócilmente por la ciudadanía) a los políticos que las organizan y gestionan, o sea, el tándem perfecto para que las cosas sigan como están.
Y si la dolencia es considerada además como científicamente mortal, entonces, antes que intentar ridículamente algo no probado o supersticioso o exótico, más vale resignarse a tener una muerte científica, si es que tal cosa puede existir.
Puesto que la profesión médica es una de las más nobles y dignas por su esencia, considero probable que la personalización en el trato con el paciente acabará por establecerse como protocolo. Médica era Kübler-Ross que promovió los protocolos de respeto a los enfermos moribundos. Antes de estos avances humanitarios, las personas desahuciadas habían caído en ese fatal limbo donde “la ciencia ya no puede hacer nada”. Y quedaban aparcados casi de cualquier modo a la espera de que “la ciencia” interviniera de nuevo para certificar la defunción. Las mejoras que introdujo esta doctora suiza estaban basadas en un supuesto muy poco científico: que los enfermos tienen alma y que éstos necesitan tranquilidad y otras condiciones favorables para emprender de la mejor manera posible el tránsito al más allá. Mismo siendo Elizabeth Kübler-Ross tan poco científica en su planteamientos hasta los cientifistas, racionalistas o escépticos más radicales pueden llegar tarde o temprano a beneficiarse de las mejoras que impulsó. (Es sintomático que estos protocolos respecto a los moribundos que Kübler-Ross impulsara, se los inspiró precisamente una charla que mantuvo con una de las personas que, en el Hospital donde trabajaba menos podía estar trabada en su pensamiento y corazón por los inapelables dogmas de la ciencia: la limpiadora del turno de noche).
Hemos mencionado tráfico rodado, circunstancias bélicas o políticas y enfermedad como las maneras en que lo imprevisto, lo azaroso o lo coincidentemente divino puede irrumpir hasta en las vidas más previsibles, pese a lo cual cada uno es libre de aferrarse a sus dogmas científicos o de otro tipo. Depende del aprieto.
Esto me recuerda a cuando siendo niño me internaba en las minas de yeso abandonadas de los Montes de Málagas junto con los amigos por afán de aventura y para probar nuestra valentía. En una de esas veces nos perdimos en aquel laberinto oscuro de galerías, muchas de las cuales estaban bloqueadas por derrumbes o por pozas formadas por las aguas freáticas. Los que antes éramos mozalbetes osados y descreídos ahora, conforme se iban agotando las baterías de las linternas, sin encontrar la salida, comenzábamos a escarbar en la memoria en busca de alguna oración, que ya algunos comenzaban a entonar para que les sirvieran tal vez como hilo de palabras que nos condujera fuera del laberinto.
Esto, a su vez, me recuerda lo que algunos paisanos me contaran en el Amazonas. Cuando se pierden en el laberinto vegetal de la selva y una y otra vez dando vueltas van a dar al mismo sitio, forman con ramas una rueda que dejan en ese sitio al que eternamente retornan. Es algo supersticioso y nada científico, pero al menos les sirve para volver a casa. (O al menos eso creen ellos en su ingenuidad precientífica, en realidad es sólo casualidad que encuentren luego el camino de regreso).
(Foto: Mi ashram en los Himalayas. Tras el edificio, el Ganges. Y al fondo entre los árboles el ashram de los Beatles)
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