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LA ESTATUA SIN ROSTRO
Tres son los venenos que afligen nuestra mente: el deseo, el rechazo y la confusión. La confusión proviene del apego o la repugnancia por algo.
No todas las almas están en condición de escuchar o comprender las verdades con que se encuentran. La vida es como un horno que nos va sancochando hasta tenernos listos para afrontar nuestras auténticas tareas limpiándonos de la distracción.
Al comienzo de nuestra vida disponemos de un cuerpo cambiante, se nos da un nombre, y se nos ofrece la tarea de construirnos una personalidad. Este es un proceso gozoso. Toda diferencia respecto a los otros es aplaudida como una ventaja. Pero, como contrapartida, cada paso que damos en la vía de la diferencia es un paso más en el camino de la soledad, donde la exhibición de un ego diferenciado carece de sentido.
Por establecer una comparanza, el ego es como una estatua sin rostro a la cual tratamos permanentemente de buscarle una máscara embellecedora. Y evidentemente cada máscara es falsa en la medida que todas son verdaderas máscaras.
El ego teme ser desenmascarado y enfrentarse a su propia carencia de rostro. Muchos son los trucos que emplea para rechazar el reconocimiento de su ficción y vacuidad. Rechaza los cambios, pues sólo lo permanente le parece que existe. Para tratar de ser algo busca opiniones ajenas y las adopta como propias, trata de crear ideas y puntos de vista. Asume las señas de identidad de un grupo. Procura modificar una realidad y estampar en ella su firma. Acapara objetos, que denomina pertenencias. Ansía ser reconocido por los otros, o lo que es lo mismo, busca el prestigio o la fama.
Si fracasan todos estos trucos al ego le queda un último recurso: el sufrimiento. El abatimiento, la sensación de fracaso y la autocompasión son tentaciones difíciles de resistir, por que remiten con fuerza al ego sufriente que las padece.
Sin embargo, todo este itinerario, señala una y otra vez en una dirección desconocida, un camino de aventura que debemos de tener el suficiente valor de transitar.
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