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EL RECONOCIMIENTO DE UNO MISMO
Reconozco en mí mismo el sufrimiento humano. He sentido en mi corazón las pasiones, y ese sentimiento enorme de pérdida.
Sentado junto al lecho de muerte me preguntó el moribundo —como supuesto sabio titulado que yo era— qué iba a pasarle ahora que su vida se extinguía. Yo, el sabio, no supe qué palabras responderle al moribundo. Pero tampoco supe responderle con el silencio.
Ahora que me siento paciente sobre el cojín en el suelo, ocupo mi espacio y respiro, o tal vez me dejo ocupar por un espacio y respirar. Tiene entonces el tiempo de instantes y de eternidades el sabor indecible de la magia. Todo puede ocurrir entonces, y yo dejo que todo ocurra. De tal modo giran los astros en veloz carrera.
Nuestra vida es película vertiginosa. El sol se revoluciona mucho en sus tránsitos, y la luna y las otras constancias de los meteoros, eclipses o astros fugaces le acompañan. Ayer era un niño que jugaba en las acequias con las ranas y hoy, sin saber muy bien cómo, soy un anciano moribundo. Y todo ha ocurrido de repente, de un día para otro.
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